martes, 23 de febrero de 2010

El aroma...


Y percibo el dulce aroma de tu perfume a donde quiera que vaya. En la oficina, por la calle, en casa y ¡hasta en el coche! Voy olisqueando cual perro encelo buscando ese olor que me motiva, que revuelve mis entrañas y despierta los instintos más animales, salvajes e incluso más tiernos. El recuerdo de tu olor me descoloca, me encanta, me trastoca.
Creo olerte cuando voy, recién levantada, - medio dormida, con los ojos medio abiertos, sin mis gafas -, a la cocina a prepararme un café, cuando me dirijo hacia mi ordenador a tomarme el café mientras leo el periódico, mientras me peino, mientras canturreo (aunque a veces silbo, ya lo sabes) y me doy los últimos retoques frente al espejo antes de irme a trabajar.
Creo olerte mientras voy de camino a la oficina, de hecho sigo tu estela perfumada por la calle, vagabundeando entre recuerdos tuyos y pensamientos fantasiosos que toman fuerza y son de gran veracidad en mi mente. Parece que los vivo, parece que los siento. Pero en un instante, despierto, vuelvo a la tierra, sigo camino a la oficina y los pierdo.
Se va el aroma. Empieza a llover. Abro mi paraguas. Me pierdo en tu mundo de nuevo. ¡Volví a encontrar el aroma! Desconecto del mundo real. Sigo soñando mientras peleo contra el viento con el paraguas en mano. Se me da la vuelta, pero no se rompe. Lo recoloco. Me desespera. Lo cierro. No merece la pena luchar contra el viento con ese estúpido paraguas barato por seguir tu rastro. No quiero perder ni una puntada de este hilo que borda el camino hacia el aroma de tu piel. Sólo deseo continuar soñando y perderme en ese laberinto de sensualidad al que me encamina (con cierta fantasía adolescente, emoción, locura, descontrol y desenfreno), la imperceptible fragancia tuya que incita y despierta mis sentimientos de manera sobrenatural…
Llego a la oficina. Me siento en mi escritorio. Adapto la silla para estar cómoda. No encuentro el punto de comodidad en ella. Reclino la silla. Ahora sí, ya estoy bien. Enciendo el monitor, miro el correo, oigo los mensajes del contestador (no los escucho, no les presto atención, no me importan, quizá debería… ¡pero no!) y, de nuevo, tu aroma me embarga, me envuelve, me traslada a otra dimensión.
Llega la tarde, hora de irme. Ahí sigo, sentada, perdiendo el tiempo - o aprovechándolo de la mejor manera posible - para poder soportar tu ausencia alimentando mis ilusiones con fantasías de las que somos protagonistas y seguir tu aroma de camino a casa.

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