No quiero recordar tu aniversario de boda, pero no puedo evitarlo. Rondan por mi cabeza recuerdos tan desagradables como el verte sonreír forzosamente mirando a la cámara y ésta, en un intento por fastidiarme (ya que la fotogenia no es lo mío), luchando contra viento y marea para captar un minuto de una felicidad que podrías haber compartido conmigo en lugar de con otro. Es doloroso verme en un segundo plano entre las fotos, entre esos recuerdos que destrozan mi corazón en millones de pedazos imposibles de recomponer. Es horrible verte irradiar magia y belleza y no tener la oportunidad de ser partícipe de ella (al menos en el modo que me gustaría).
Tampoco quiero imaginar como disfrutas en brazos de otro ni cómo recorres su cuerpo al bamboleo del aroma de su piel, de la excitación del momento, de la locura de un día tan estresante, perfectamente imperfecto y emotivo.
No tuviste valor para darme el lugar que merecía, y yo no puedo seguir cavando túneles entre las paredes de tu castillo para poder visitarte por las noches cuando él duerme o cuando no está contigo. Decidiste casarte con él. Todavía no sé si fue una decisión cobarde o inteligente. Te dará estabilidad, un vida aparentemente correcta y un matrimonio con todas las de la ley (porque si tu y yo nos hubiéramos casado no sé si lo llamarían matrimonio o unión, aunque tampoco me preocupa demasiado el nombre, me importan los hechos).
Quizá tengas hijos, un marido que venga de trabajar a las tantas y que no te preste la atención debida, aunque también tendrás una vida muy cómoda, llena de lujos y de maravillosos actos sociales en el que todas las “felices esposas” comenten entre ellas los regalos de sus maridos que tanto trabajan y “se trabajan a otras”. Yo no te puedo dar eso, ni quiero. No va conmigo. Pero tampoco va conmigo el llevar una doble vida en la que mi sueño hecho realidad no se pueda llegar a consumar por formar parte de una dualidad o de una indecisión personal. O se quiere o no se quiere y ambas cosas con todas las consecuencias. Ser la “amiga” implica ser “la otra”, no tenerte cuando te necesito para compartir las cosas buenas y las malas, no disponer de las atenciones deseadas, no ver tus pelos revueltos por las mañanas, no disfrutar de verte reír mientras duermes ni de ver tus mejillas rosadas de dormir bocabajo estampando tu cara contra la almohada, no poder hundir tu cara en mi pecho ni oler tus cabellos mientras te inundo de besos que van surcando los mares de tu cuerpo para desembocar en tu océano de dudas existenciales (o no). Lo siento, no puedo ser tu amante, ni compartirte. ¡Es que no quiero, porque no sería justo!
Y, sinceramente, yo no valgo para cometer injusticias ni para sufrirlas de manera gratuita...
Tampoco quiero imaginar como disfrutas en brazos de otro ni cómo recorres su cuerpo al bamboleo del aroma de su piel, de la excitación del momento, de la locura de un día tan estresante, perfectamente imperfecto y emotivo.
No tuviste valor para darme el lugar que merecía, y yo no puedo seguir cavando túneles entre las paredes de tu castillo para poder visitarte por las noches cuando él duerme o cuando no está contigo. Decidiste casarte con él. Todavía no sé si fue una decisión cobarde o inteligente. Te dará estabilidad, un vida aparentemente correcta y un matrimonio con todas las de la ley (porque si tu y yo nos hubiéramos casado no sé si lo llamarían matrimonio o unión, aunque tampoco me preocupa demasiado el nombre, me importan los hechos).
Quizá tengas hijos, un marido que venga de trabajar a las tantas y que no te preste la atención debida, aunque también tendrás una vida muy cómoda, llena de lujos y de maravillosos actos sociales en el que todas las “felices esposas” comenten entre ellas los regalos de sus maridos que tanto trabajan y “se trabajan a otras”. Yo no te puedo dar eso, ni quiero. No va conmigo. Pero tampoco va conmigo el llevar una doble vida en la que mi sueño hecho realidad no se pueda llegar a consumar por formar parte de una dualidad o de una indecisión personal. O se quiere o no se quiere y ambas cosas con todas las consecuencias. Ser la “amiga” implica ser “la otra”, no tenerte cuando te necesito para compartir las cosas buenas y las malas, no disponer de las atenciones deseadas, no ver tus pelos revueltos por las mañanas, no disfrutar de verte reír mientras duermes ni de ver tus mejillas rosadas de dormir bocabajo estampando tu cara contra la almohada, no poder hundir tu cara en mi pecho ni oler tus cabellos mientras te inundo de besos que van surcando los mares de tu cuerpo para desembocar en tu océano de dudas existenciales (o no). Lo siento, no puedo ser tu amante, ni compartirte. ¡Es que no quiero, porque no sería justo!
Y, sinceramente, yo no valgo para cometer injusticias ni para sufrirlas de manera gratuita...